El político y tenista en piscina de lona, Sigifredo Sternstaub, creía estar en lo correcto al afirmar que todas las virtudes son meras apariencias. Incluso la humildad es una forma del drama, o dicho de otra manera, “ser humilde requiere una hipocresía expertise”. “Una persona genuinamente humilde es un creído mandado de sí mismo”, anunció al público mientras se negaba a recibir cierto galardón de poca monta, no por humildad, sino a cambio de una buena compensación monetaria.
El hipócrita, que para Sigifredo es un soberbio empedernido, es capaz de ejecer la bondad, la justicia o la belleza valiéndose de una autoestima exagerada, de un exacerbado convencimiento de que sólo uno mismo es capaz de ser así de bueno, así de justo, así de bello. “Hay que saber dárselas”, “Para creídos, aquí el más mejor”, cantaba en sus tangos “El petiso” y “No valés un mango”.
Para la época de la colorida década del pimpollo, Sternstaub, había conseguido no con menor éxito desprenderse de todas sus virtudes, excepto una: la soberbia.